Hay palabras cuyo plural se fostia con su singular. La hostia es una cosa, unas hostias muy otra. La esposa y las esposas, el carácter y los caracteres, la masa y las masas. Así que no es raro que políticos —como en “los políticos”— sea tan distinto de político.
Hace tanto un filósofo heleno dijo que el hombre era un zoon
politikon, un animal político: un ser hecho para vivir en la polis o ciudad y compartir
con los otros su manejo, su gobierno. La idea duró poco: ya los romanos dejaron
de aplicarla y la cambiaron por el poder total de uno, el imperator,
césar o zar, el rey.
Y así nos fue durante siglos: no había políticos o,
por lo menos, en nuestras sociedades nadie los llamaba así. Gobernaba un
pequeño grupo de confabulados que habían conseguido ese lugar gracias al mérito
indudable de haber nacido en él y dedicaban su tiempo a un doble juego: aliarse
para conservar el poder del grupo, pelearse para decidir quién tenía más poder
dentro del grupo. Esos “nobles” fueron los únicos que tuvieron la posibilidad
de ciertas decisiones hasta que la política y los políticos volvieron: la
insurrección americana, la francesa y otros
levantamientos, tan políticos, armaron un mundo en que ser político, hacer
política, era la única forma de ejercer el poder del Estado —salvo cuando lo
secuestraba un general desaforado.
Ya hace dos siglos que, de una forma u otra, son “los
políticos” los que conducen nuestras naciones. Los políticos son un subproducto
—ahora repudiado— de una de las mejores conquistas de la humanidad —ahora
repudiada—: la convicción de que podemos y debemos intervenir en la
cosa pública y que para eso tenemos, supuestamente, la posibilidad de elegir quien
la gobierne.
Nos costó mucho —mucho tiempo, muchos esfuerzos, mucha
sangre— conseguirlo, pero ya no nos parece un logro. Ahora la participación política de la mayoría
consiste en votar a alguien sin grandes averiguaciones y después sentirse
decepcionado porque ese señor hizo lo que cualquiera podía saber que haría y
entonces dedicarse a odiarlo como si fuera el clásico marciano recién bajado de
su dron descapotable. Las sociedades, en general, no se hacen cargo de lo que
hacen: pocos ejemplos más burdos, más brutos que su relación con los políticos
que encumbran. Como si les llovieran, como si fueran conquistadores en sus
caballos de madera.
Porque lo importante es poder echar culpas. Nosotros
somos los buenos, ellos los perversos. En épocas más cristianas, lo mismo
decían los curas del famoso Diablo: todo estaba bien, pero el Malo solía meter
la cola y arruinarlo. La gran diferencia es que estos Malos no estarían ahí si
no los eligiéramos. Su única razón somos nosotros —por presencia o ausencia,
acción u omisión.
Así que los políticos, nuestros representantes, se
convirtieron en una raza —una “casta”— odiosa y odiada. La política está tan desprestigiada que se ha vuelto
un coche-escoba de mediocres: casi ningún joven despierto piensa, cuando piensa
su vida, que quiere ser político, porque serlo es ser uno de esos seres oscuros
que nos manipulan desde salones y sillones. Un ejercicio que queda para los más
perversos o los que no se ven capaces de medrar con otra cosa: premio consuelo
para desconsolados.
Entonces los pensamos —por qué será— como personas que
usan el pretexto del bien común para conseguir su propio bien, saciar sus
apetitos de famas o dineros, encontrar la mejor forma de engañarnos. El
desprestigio les sirve: gracias a él nos distanciaron de la política, se la
quedaron ellos. Es un recurso cruel, muy eficaz, tan cerca del suicidio: nos
convencieron de que la política es eso —tedioso, retorcido, un poco hediondo—
que hacen los políticos.
Y es tanto más. La política es, para
empezar, la única forma conocida de mejorar nuestras vidas, nuestras relaciones,
nuestro modo de estar en el mundo. Pero, para eso, tenemos que creer que no es
esas reyertas y querellas, barullos y chanchullos que ellos montan en sus
despachos y sus restaurantes. Que la política debería ser reunirse y
organizarse para conseguir cosas, desde una buena sanidad hasta la posibilidad
de gobernarnos entre todos o aumentar la frecuencia del tren, desde una
justicia justa y útil hasta la creación de un parque o el fin de los grandes
privilegios. Recordar que la política es mucho más que eso que hacen los
políticos, recuperarla, es la única esperanza de salvarnos.
O de empezar, al menos, a intentarlo.
Martí Caparrós - EPS
No hay comentarios:
Publicar un comentario