Excelente artículo de Juan Torres López, Catedrático
de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla
Imagen de archivo de la planta de Almussafes (Valencia) de Ford España.
Cuando comenzó a extenderse la covid-19 advertí que la pandemia produciría una
doble crisis o una sola, si se prefiere, con dos manifestaciones separadas y
muy diferentes. Por un lado, una de demanda, como consecuencia de la caída de
los ingresos provocada por los cierres de empresas y la gran disminución de la
actividad durante el confinamiento. Esta, dije desde el principio, tenía un
tratamiento muy costoso pero bastante fácil de aplicar, la garantía
gubernamental, total o parcial, de los ingresos perdidos por empresas y
familias. Un tratamiento que conocemos desde hace tiempo cuando, por alguna
razón, deja de haber dinero en los bolsillos y la falta de consumo paraliza la
vida económica. No hay otro remedio, entonces, que crear dinero y repartirlo
aunque sea, como gráficamente decía el liberal Milton Friedman, tirando
billetes desde un helicóptero.
Se trata de una solución conocida y de relativamente fácil pues basta, como
hemos visto, con que los bancos centrales creen medios de pago o los gobiernos
se endeuden. Aunque eso no quiere decir que resuelva todos los problemas, ni
que salga gratis.
No resuelve todos los problemas porque nunca estará garantizado que el
dinero que sale de los bancos centrales llegue finalmente a las empresas y
consumidores que lo gastan. E, incluso si llega, tampoco es seguro que se
dedique al consumo o la inversión. Unas veces, porque los bancos se quedan con
el incremento de dinero para sanear sus balances o realizar inversiones
financieras, sin utilizarlo para conceder crédito a la actividad productiva. Otras,
porque los gobiernos, las empresas o los hogares solo dedican el nuevo flujo
monetario a amortizar deuda anterior.
En esta última crisis de demanda provocada por la covid-19 los bancos
centrales (creando dinero nuevo) y los gobiernos (endeudándose) no dudaron ni
por un momento, a diferencia de lo que ocurrió en la de 2008, y han
suministrado una dosis nunca antes vista de financiación extraordinaria a las
economías. Así han salvado la crisis, aunque lógicamente a cambio de un
incremento no menos gigantesco de la deuda: se estima que a finales de 2020 ya
había crecido en 32 billones de dólares en todo el mundo. Y, aunque todavía no
se ha comenzado a sentir el esfuerzo durísimo que habrá que hacer para pagarla,
el Fondo Monetario Internacional ya ha advertido que unos 100 países han tenido
que empezar a hacer recortes en gasto social y de bienestar para hacerle
frente. Lo mismo que ocurrirá en todos los demás, a medida que vaya pasando el
tiempo, si no se adoptan pronto medidas de reestructuración, quitas ordenadas y
procedimientos de financiación que no impliquen nuevas oleadas de recesión y
miseria en muchísimos países.
En cualquier caso, como he dicho al principio, esta ha sido la parte fácil
de la crisis provocada por la Covid-19. La prueba es que, aunque con el coste
futuro que acabo de señalar, allí donde se han aplicado inyecciones financieras
adecuadas se ha conseguido recobrar la actividad y el empleo.
Pero, tal y como señalé al principio, la pandemia iba a traer consigo
inevitablemente otra crisis mucho más peligrosa porque se iba a producir por el
lado de la oferta. Y eso es lo que ya está ocurriendo.
Dicho de la manera más fácil posible para que todo el mundo me entienda lo
que sucede es que no hay suficiente disponibilidad de bienes y servicios para
satisfacer la demanda de las empresas y los hogares.
Este desacoplamiento es muy peligroso por dos razones principales. Por un
lado, porque produce subidas de precios como consecuencia del exceso de demanda
coincidente con la escasez de oferta. Por otro, porque la respuesta
convencional que los bancos centrales dan a esa tensión inflacionaria (subir
los tipos de interés) deprimiría aún más la oferta. Si actúan como se supone
que deben hacerlo lo que provocarán será que las empresas disminuyan aún más producción
y el empleo, sin que los precios finalmente se reduzcan.
Hasta ahora, sin embargo, los bancos centrales vienen manteniendo que esta
situación es un simple efecto del confinamiento, de la incertidumbre y de los
cambios acontecidos en todo este tiempo, la situación no debería producir
demasiada preocupación. Concluyen, por tanto, que nos encontramos ante una
especie de cuello de botella temporal que ciertamente produce escasez y, en
consecuencia, tensiones al alza en los precios, pero solo de carácter temporal
pues que no hay otra razón que impida que los mercados recobren pronto la
normalidad. De ahí que no hayan tomado prácticamente ninguna medida ante este
desajuste.
Yo creo, sin embargo, que se están equivocando porque la situación va a ser
más grave y duradera por una sencilla razón: los desajustes en los mercados
internaciones de bienes y servicios no se han producido solamente a causa de
las perturbaciones lógicamente provocadas por la pandemia sino que venían de
antes.
El problema que se está planteando con crudeza en toda la economía
internacional es que la pandemia ha acelerado y agravado la desarticulación de
un sistema global de producción y logística globales que ya estaba en crisis
con anterioridad. El sistema no sufre una mera perturbación coyuntural sino que
está registrando una fuerte tensión estructural.
Lo que se está produciendo ante nuestros ojos es la muerte por éxito del
capitalismo neoliberal. Ha logrado que se produzca una concentración
extraordinaria de capitales y de rentas y riqueza; el dominio casi absoluto de
los mercados que han alcanzado las grandes empresas les ha permitido disfrutar
de cuentas de resultados con beneficios desorbitados y nunca antes vistos;
cifras de negocios gigantescas que vienen de la mano de la rentabilidad mucho
más que extraordinaria que su exagerada liquidez les proporciona en los
mercados financieros en continua expansión; y una influencia social y política
que hace poco resultaba sencillamente inimaginable. Pero todo eso ha provocado
también la fragmentación de los mercados, una desarticulación productiva
tampoco antes vista y una pérdida progresiva de rentabilidad, por pérdida de
mercado o endeudamiento creciente, de franjas cada vez más anchas de la
actividad empresarial. Lo mismo que el resto de la gente se aleja cada día más
de la minoría todopoderosa que lo gana todo, también se excluye del reparto de
la tarta a una proporción creciente del pequeño y mediano capital. Y así, el
capitalismo renuncia a la capacidad de alimentarse alimentando a los demás que
lo ha mantenido exitoso durante tanto tiempo.
Esa y no la pandemia es la verdadera causa de la crisis de oferta que se
está empezando a manifestar con gran crudeza: cientos de barcos se mantienen a
la espera en los puertos donde se nutren las exportaciones mundiales; los
precios del transporte marítimo se multiplican hasta por diez en algunas
rutas; cientos de megafactorías están prácticamente inactivas por falta
de suministros, lo que se traduce en la paralización sucesiva de los procesos de
producción que hasta ahora estaban encadenados.
El sistema logístico internacional está al borde del colapso y no es solo
como consecuencia de la pandemia. Esta ha provocado ciertamente un gran cuello
de botella, al poder recuperarse la demanda con lógica mayor rapidez que la
oferta. Pero el colapso proviene de un sistema de redes globales que no
responde a lógicas de suministro racionales sino a la volatilidad de la
especulación financiera y que son incapaces de autoalimentarse generando
fuentes de ingresos descentralizados en los diversos mercados donde actúan. Al
revés, el capital transnacional actúa como una especie de bomba que absorbe y
seca todo a su alrededor y por completo.
Lo que está empezando a ocurrir en el mundo es que se está resquebrajando
el sistema de provisión inherente a la globalización de las últimas décadas y
que había sido la base del predominio del capital transnacional que diseñó al
neoliberalismo como estrategia civilizatoria. Se ha centralizado y concentrado
tanto que ahora resulta incapaz de proporcionar la provisión más o menos
generalizada, puntual y universalmente rentable y la aceleración que, mientras
más o menos las había ido garantizando, hacian de la globalización el tótem
sagrado de nuestro tiempo.
Y ese proceso de desarticulación se ha agudizado por los efectos que el
capitalismo intensivista ha venido provocando sobre el clima y el medio
ambiente y que han eclosionado en una crisis de recursos energéticos que tiene,
a su vez, consecuencias fatales sobre el propio capitalismo porque es incapaz
de gobernarlos. Comenzaremos a ver la proximidad y auténtica magnitud y
gravedad de este proceso a partir del próximo invierno y por supuesto que no
solo en China.
Los retrasos que se están acumulando en la provisión de materias primas y bienes
intermedios no son, por tanto, coyunturales. Creer que el remedio es esperar a
que escampe es una irresponsabilidad. Subidas de precios como las de los
alimentos, las más altas desde los años setenta del siglo pasado, o las que se
están dando en otros bienes y servicios no pueden ser un simple desajuste
momentáneo.
En realidad, no creo que crean realmente que lo que se está avecinando no
sea grave y que dejarlo pasar sea la mejor respuesta. Más bien pienso que los
bancos centrales carecen de instrumentos para hacer frente a corto plazo a la
coincidencia de una presión de la demanda con una restricción de oferta y
prefieren considerar que los síntomas (la inflación y el frenazo de la
actividad) son la enfermedad.
En los años sesenta y setenta del siglo pasado, el capital se enfrentaba a
una situación de agotamiento parecida y con manifestaciones semejantes pero era
a consecuencia de la fortaleza que habían adquirido los movimientos sociales,
los sindicatos, los movimientos de liberación y el llamado "campo
socialista", a pesar de sus múltiples defectos. Por tanto, tenía clara la
estrategia que debía adoptar para salir adelante: combatirlos y vencerlos para
hacer que la balanza del reparto de la riqueza y del poder girase hacia el otro
lado.
Ahora, la paradoja es que el enemigo del capitalismo es el capital sometido
a la lógica financiera y especulativa que se ha quedado con todo pero que ha
terminado destruyendo la base global sobre la que él mismo había asentado la
industria, desarticulando las redes de producción y las cadenas de valor, y que
ha generado una explosión de deuda incontrolable e insostenible, una tensión
social creciente como consecuencia de la desigualdad y un poder al margen de
las instituciones que materialmente amenaza con impedir el gobierno y la
resolución más o menos consensuada de los conflictos.
Esa es la razón de por qué no hacen nada cuando la escasez de suministros y
el encarecimiento de la energía están empezando a paralizar a las economías.
Tienen un conflicto con ellos mismos y no saben ni están dispuestos a
transformarse. El resultado seguro será un gran desorden, el más peligroso.
Juan Torres López, Público 1 octubre
2010