domingo, 20 de noviembre de 2022

El reto de alimentar a 8.000 millones de personas: regenerar tierras, desperdiciar menos y comer insectos

 

La reducción del consumo de carne, una agricultura regenerativa o reducir el kilometraje de los alimentos son algunas ideas para garantizar los alimentos para todo el mundo ahora que el planeta ha superado un nuevo récord de población

— La población mundial llega a 8.000 millones: India, a punto de superar a China como el país con más habitantes


En el mundo se producen alimentos más que suficientes para alimentar a los 8.000 millones de habitantes del planeta, pero tras una década de descenso constante, el hambre vuelve a aumentar y ya afecta al 10% de la población mundial. Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas, los efectos de la pandemia de COVID-19 y la guerra en Ucrania han contribuido a una de las peores crisis alimentarias en décadas. En 2019, otras 200 millones de personas en todo el mundo se vieron afectadas por inseguridad alimentaria aguda, debido al aumento de los costes de los alimentos, el combustible y los fertilizantes.

Esto no es todo; se avecinan problemas mayores. El mundo ya tiene más de 8.000 millones de habitantes y se prevé que alcance los 10.000 millones en 2050. Los agricultores, los gobiernos y los científicos se enfrentan al reto de aumentar la producción de alimentos sin agravar la degradación del medio ambiente y la crisis climática, que a su vez contribuye a la inseguridad alimentaria en el sur global.

La ONU prevé que la producción de alimentos a partir de plantas y animales tendrá que aumentar un 70% en 2050, comparado con 2009, para satisfacer la creciente demanda de alimentos. Sin embargo, la producción de alimentos ya es responsable de casi un tercio de las emisiones de carbono, así como del 90% de la deforestación en todo el mundo.

“Utilizamos la mitad de la tierra de cultivo del mundo para la agricultura”, afirma Tim Searchinger, investigador de la Universidad de Princeton. “Eso es sumamente perjudicial para el medio ambiente. No podemos resolver este problema pasando a una agricultura más intensiva porque eso requiere más tierra”. “Tenemos que encontrar una forma de disminuir nuestros recursos [tierra] y al mismo tiempo aumentar nuestra producción de alimentos”, indica.

Lo cierto es que no existe una fórmula mágica para lograr este objetivo. Será necesaria una revisión de cada paso de la cadena de producción de alimentos, desde el momento en que se plantan las semillas en el suelo hasta el momento en que los alimentos llegan a nuestras mesas.

El cambio hacia la agricultura regenerativa

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el modelo predominante ha sido la agricultura de subsistencia: la población cultivaba cosechas y ganado para alimentar a sus hogares en lugar de venderlos para obtener beneficios. Esto empezó a cambiar tras la Revolución Industrial y la aparición del capitalismo de mercado, que presenció también el aumento de la agricultura de plantación, posible gracias a la colonización de tierras de ultramar y a la mano de obra esclava.

La agricultura industrial no sólo aumentó la escala de los cultivos, sino que cambió las técnicas utilizadas por los agricultores. En lugar de rotar los cultivos cada año, se dedicaban plantaciones enteras a un solo cultivo. Este enfoque de monocultivo, unido a los modos intensivos de cultivo, condujo a la destrucción de la biodiversidad local y a la degradación de la tierra: en pocos años los campos dejaban de producir frutos.

Según Frank Uekötter, profesor de humanidades medioambientales de la Universidad de Birmingham, las plantaciones de los siglos XVIII y XIX eran un plan para hacerse rico rápidamente, más que una inversión estable a largo plazo. Los propietarios de las plantaciones sacaban el máximo beneficio de sus tierras en un corto periodo de tiempo. Una vez que un campo quedaba inservible, simplemente se trasladaban a otras tierras. “Hasta finales del siglo XIX, la modernidad global todavía no había reclamado amplias franjas de nuestro planeta”, afirma Uekötter.

Esta mentalidad de la época colonial persiste, mientras nos quedamos rápidamente sin tierra de cultivo. “El paradigma agrícola actual es que la tierra es barata e infinita”, subraya Crystal Davis, del Instituto de Recursos Mundiales. “La mayoría de los agricultores se limitan a talar más árboles, cuando se necesitan nuevas tierras”.

“Pero para cumplir nuestros objetivos ecológicos, tenemos que detener la conversión de los ecosistemas naturales en tierras de cultivo”, dice Davis. “Podemos conseguirlo en parte devolviendo a las tierras degradadas su integridad ecológica y su productividad”.

                              Fresas en un cultivo en Pelluhue (Chile)

La restauración de la tierra no tiene por qué significar devolverla a su estado original, anterior a la agricultura. “Hay una solución híbrida en la que estamos devolviendo los árboles y otros elementos naturales al paisaje a la vez que integramos los sistemas de producción”, dice Davis. “Los sistemas integrados con árboles y otras plantas suelen ser más sostenibles y productivos a largo plazo”.

Davis señala la iniciativa 20x20, por la que 18 países de América del Sur y el Caribe, entre ellos Argentina y Brasil, se han comprometido a restaurar 50 millones de hectáreas de tierra para 2030. La iniciativa incluye una serie de proyectos destinados a introducir prácticas agroforestales en las explotaciones de cacao y café de Colombia y Nicaragua, donde se insta a los agricultores a cultivar e introducir más árboles en sus tierras.

Reducir el kilometraje de los alimentos 

martes, 15 de noviembre de 2022

¿IMPUESTOS EXTRAORDINARIOS?

 


Se deben gravar los llamados beneficios ‘caídos del cielo’ porque las empresas deben hacerse cargo de su parte en el sostenimiento de los bienes públicos. Una cooperación que sería la mejor manera de navegar esta crisis y fortalecer nuestras instituciones

Desde los años noventa se creó un consenso que impide usar la política fiscal como instrumento de estabilización de la demanda. Este consenso llevó a eliminar mucha de la progresividad de los impuestos directos (el binomio IRPF más impuesto de Patrimonio y Sociedades) que era la forma en la que la política fiscal se hacía contingente: un aumento de la renta nominal acarreaba un aumento del tipo marginal y viceversa. Este consenso ha vuelto la política fiscal muy inflexible y con poca capacidad de respuesta ante contingencias inesperadas. Desde entonces, es la política monetaria, no la fiscal, la que suele hacer frente a las consecuencias indeseadas de los ciclos económicos. Lo hace mediante cambios en los tipos de interés de referencia o con distintas formas de expansión cuantitativa (quantitative easing, en la jerga) que se han usado desde la Gran Recesión y, especialmente, a combatir la pandemia. De hecho, al no subir los impuestos a las personas y a las empresas con más recursos, el gasto público antipandemia (de cuya necesidad y efectos benéficos no dudamos) se está financiado hoy con un impuesto regresivo: la inflación. Inflación que se combate ahora con subidas de tipos de interés que también son regresivas. Es decir, aunque la política monetaria se implementa con más rapidez, tiene enormes y muy desafortunadas consecuencias distributivas.

Pero ni la política monetaria ni la política fiscal están pensadas para hacer frente a una pandemia o a tiempos de guerra. Por eso, al suceder lo improbable, tenemos que hacer políticas extraordinarias. Por ello, en la pandemia articulamos unos mecanismos masivos de préstamos del Instituto de Crédito Oficial (ICO) y de expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) para salvar nuestras empresas. Nadie protestó por inseguridad jurídica entonces. Todo lo contrario. Lo que no habíamos discutido hasta la fecha es cómo pagar toda esa factura que, de momento, ha engordado el montante de la deuda pública para regocijo de demasiados tiburones financieros. Ahora, con un nivel de deuda pública que supera el PIB anual, hay que equilibrar el presupuesto. Nos toca pagar impuestos, y el Gobierno (también en Europa) debe diseñar y explicar muy bien a quién se grava y el alcance de esos impuestos. Tales gravámenes extraordinarios deberían decaer en cuanto acabe la urgencia.

Parece deseable gravar los llamados beneficios caídos del cielo (windfall profits) de las eléctricas. Estos se producen porque los derechos de emisión de CO₂ aumentan el precio de la electricidad. Puesto que las energías limpias no contaminan, las empresas que las producen tienen esos beneficios caídos del cielo a través de un precio eléctrico inflado por razón regulatoria. Es decir, el diseño de mercado de emisiones junto con el mercado marginalista hace que los precios de los derechos de emisión sean un impuesto sobre las energías fósiles que, implícitamente, están subvencionando a las energías limpias. Preguntarnos si esos windfall profits son excesivos es equivalente a preguntarnos si esa subvención es adecuada. Si es demasiado alta, en vez de animar a las empresas a que innoven, estamos premiando que se adocenen. Una parte de esos beneficios caídos del cielo se debe, además, al comportamiento especulativo de los mercados financieros. Por tanto, el mercado secundario de derechos de emisión debe vigilarse para cortar el contagio de turbulencias financieras a los precios energéticos.