Representación de Esopo en las Crónicas de Nuremberg
(1943). Wikicommons
La economía se ha convertido en el eje axial sobre el que pivota todo
nuestro sistema político-social. A grandes trazos, su funcionamiento es
bastante más simple de lo que nos puede parecer a primera vista; el motor de
todo su entramado es la rueda producción – consumo: producimos para que otros
consuman, consumimos lo que otros producen. En el capitalismo de libre mercado
el indicador de la salud económica de un país, es decir, del
estado de su motor económico, es el volumen de actividad económica medida por medio
del crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB). Dado que cuando la
economía está fuerte los ciudadanos vivimos con mayor bienestar, mientras que
sus crisis se propagan de inmediato a los colectivos sociales alcanzando mayor
virulencia entre los más vulnerables, no es de extrañar que crecimiento económico
y felicidad se hayan asociado en el imaginario colectivo.
El PIB es una medida de lo que se produce trasladado a su valor monetario,
lo que significa que su crecimiento obliga a producir cada vez más. La ambición
de obtener mayores beneficios, siempre incesante y creciente, es lo que
estimula la producción; las empresas se ven obligadas a incrementar su
rentabilidad cada año para mantener satisfechos a sus accionistas, evitando que
estos se lleven el capital a otras empresas. Evidentemente, por el lado del
consumo es igual de necesario engrasar la rueda, pues cuanto más se produce más
hay que consumir. Esto es algo que se consigue a través de intensas campañas de
marketing que crean necesidades allí donde no las había; sabido es que el buen
comercial no es el que te vende lo que necesitas, sino el que consigue que
necesites lo que tiene en venta.
En los últimos dos siglos el capitalismo ha traído consigo un progreso
material que se ha traducido en bienestar para los países ricos. Producir más
para obtener beneficios crecientes requiere el diseño de nuevos productos que
mantengan encendida la llama del consumo, algo que ha sido posible gracias a la
innovación tecnológica, aliado imprescindible para un fin que, siendo meramente
lucrativo, nos ha regalado como efecto colateral una indudable mejora de la
calidad de vida como muestra el espectacular incremento demográfico global. No
obstante, más allá de las consideraciones éticas que pueda suscitar un modelo
económico que, en su raíz, está basado en la ambición materialista tanto de
acumular beneficios monetarios como de consumir, hay un error crítico que fue
puesto de manifiesto por vez primera hace ahora 50 años en el informe The Limits to Growth: la ausencia de análisis físicos
incorporados a los modelos. Desde su marco exclusivamente matemático, la
pretensión de los modelos económicos de perseguir un crecimiento infinito en un
planeta finito no deja de ser un oxímoron. La producción, y su posterior
distribución entre los consumidores, requiere tanto de materias primas como de
energía, cuyo acceso es limitado en ambos casos.
Las materias primas son el insumo básico de la cadena industrial,
necesarias tanto para la elaboración de bienes para el consumo como para la
propia producción de energía. Muchas de estas materias son no-renovables, es
decir, su cantidad es limitada ya sea porque son el resultado de larguísimos
procesos geológicos que requieren millones de años para completarse, o por su
origen mineral. Dicho en román paladino: cuando estas materias se acaben no
habrá más – salvo que fuésemos a buscarlas a otros planetas lo que, hoy por
hoy, pertenece al terreno de la ciencia ficción y no al de la realidad
plausible a medio plazo. La escasez de materias primas no es algo que podamos
obviar alegremente pensando que es un problema que ocurrirá en un futuro
lejano, sino una realidad que ya se está materializando. Esta escasez, unido a
la irregular distribución de las materias primas por las distintas geografías
producto de la historia geológica del planeta, se ha convertido en una fuente
de tensiones geoestratégicas que ya están alumbrando durísimos conflictos
armados. Como ejemplo podemos recordar que el control de los yacimientos de
coltán, el llamado “oro negro” de la tecnología, fue una de las
causas del estallido de la segunda guerra del Congo que costó la
vida a más de 5 millones de personas en un país terriblemente castigado por su
riqueza natural, una de esas múltiples paradojas antrópicas que caracterizan
a nuestra sociedad.
En relación a la energía, durante los últimos siglos hemos disfrutado de
enormes cantidades de acceso relativamente fácil almacenada en la forma de
combustibles fósiles – petróleo, carbón, gas natural – materias primas que se
están acercando a su pico de máxima extracción si es que no lo
han sobrepasado ya. Es evidente que el uso indiscriminado de este tipo de
energía ha propiciado un gran crecimiento económico a nivel mundial, pero el
precio a pagar es altísimo: se ha disparado la concentración de gases de efecto
invernadero en la atmósfera aumentando la temperatura media global, con las dramáticas consecuencias que estamos comenzando a comprobar. El
impacto en términos medioambientales, junto a los claros síntomas de escasez de
los combustibles fósiles, ha obligado a buscar fuentes de energía renovable y
no-contaminante – solar, eólica, hidroeléctrica, mareomotriz, geotérmica – como
alternativa. La utilización de estas energías para el proceso de producción y
posterior distribución de los productos, en combinación con prácticas
ecológicas como el uso de materiales biodegradables o el reciclaje de las
basuras, ha hecho emerger un nuevo concepto económico, el de crecimiento
sostenible, o crecimiento verde. Que no es lo mismo que desarrollo sostenible, aunque comparte
conceptos y grandes dosis de contradicción. Convertido en objetivo de la
mayoría de los países desarrollados a través de agendas de transformación más o
menos ambiciosas, además de ser un nuevo y lucrativo nicho de negocio, el
crecimiento verde pretende desacoplar el crecimiento económico del impacto
medioambiental, lo que obliga a mantener intacta la fe en la innovación
tecnológica.
Es indudable que incorporar una agenda de transformación con compromisos
firmes de reducción de la emisión de gases contaminantes es un balón de oxígeno
para un planeta que ha traspasado la línea de alerta roja. No obstante, tal y como está
advirtiendo la comunidad científica, no se trata de la solución definitiva sino
tan sólo de una medida de mitigación. La tecnología actual no permite hacer una
sustitución de un tipo de energía por el otro en el plazo que requiere la urgencia
de la situación medioambiental si mantenemos el ritmo actual de consumo. De
hecho, hay problemas técnicos de difícil
solución motivados por la dependencia de estas fuentes de energía con factores
climáticos que producen discontinuidades en el flujo de energía, o por el
elevado uso que hacen de materias primas escasas como el neodimio, el litio, el
cadmio o la plata entre otros. La utilización de energía nuclear durante el
periodo de transición, tal y como ha propuesto la Unión Europea, tampoco soluciona el
problema. Más allá de los inconvenientes asociados a una tecnología que entraña
grandes riesgos (por seguras que se construyan no hay central “a prueba de
bombas”), las centrales nucleares no sirven de respaldo al
problema de discontinuidad de las renovables, por no mencionar que el uranio
también es una materia prima de cantidad limitada en el planeta. Para acabar de
rizar el rizo, la energía renovable de la que disponemos también es limitada.
Es cierto que cada día nos llega del sol muchísima más energía que la que
consumimos actualmente, pero la mayor parte es utilizada por el planeta para
mantener los innumerables procesos biofísicos que requiere el equilibrio de la
biosfera de la que, no lo olvidemos, somos parte integrante: su salud es
nuestra salud. Aunque no hay consenso sobre cuánta de esta energía que nos regala
el sol podría ser utilizada sin alterar los ritmos del planeta, los cálculos
más optimistas indican que podría llegar a ser hasta unas 5 veces la que
requiere el consumo actual, en contraste con otros cálculos que indican que ni
tan siquiera sería suficiente para cubrirlo. Sea como fuese, la idea de
“crecimiento infinito”, por muy sostenible y verde que fuese, se choca de
bruces con la realidad que nos impone vivir en un planeta finito de recursos
limitados. Cuanto menos deberíamos acercarnos a una economía circular, en la
que los bienes y materiales tardan mucho en abandonar el sistema de consumo en
forma de residuo, reduciendo por tanto la demanda de materias primas.
En oposición al tecno-optimismo del “crecimiento verde” mostrado con gran
entusiasmo por algunos economistas, siempre dispuestos a depositar una fe
ilimitada en que la tecnología resuelva problemas físicos irresolubles, ha
cobra cada vez mas fuerza el concepto de decrecimiento, que se ha ido extendiendo por distintos sectores sociales entre los que se
encuentra la comunidad científica. El decrecimiento no es una nueva ideología o
un nuevo modelo económico bien estructurado, sino una crítica al modelo de
crecimiento infinito. Los decrecentistas advierten que basar todo el sistema
económico en algo que no deja de ser un mito es una tremenda irresponsabilidad,
incidiendo en la necesidad de encontrar soluciones reales a una situación que
nos lleva de cabeza al abismo, y no simples “lavados de cara” por muy verdes y
ecológicos que sean. Desafortunadamente, la simple mención de la palabra “decrecimiento”
suena a apocalipsis: ¡Para ser el alcalde menos votado de la historia sólo hay que prometer decrecimiento económico a los vecinos! La razón
por la que la visión decrecentista provoca este fuerte rechazo, sin mediar una
reflexión razonada previa, se debe a esa fábula que asocia crecimiento y
felicidad, que nos induce a pensar que un modelo decrecentista nos condenaría a
una vida de mayores penurias, se acrecentarían las injusticias sociales y
aumentaría la bolsa de pobreza existente. Es decir, nos obligaría a renunciar a
ser felices. ¡Y nada más lejos de la realidad!
Las injusticias y la pobreza no son debidas a la falta de recursos sino a
una distribución mezquina de los mismos. Tan sólo se necesitan políticas que
redistribuyan la riqueza de una manera más equitativa y justa para paliar un
problema que no tendría por qué agudizarse en un marco decrecentista. Más bien
al revés, las políticas redistributivas serían más fáciles de implementar en
una sociedad que no estuviese cegada por la ambición material y el egoísmo, el
motor del sistema económico actual. Por otra parte, y en contra de lo que
cabría esperar a primera vista, el sentimiento de felicidad podría verse
acrecentado en un escenario decrecentista. La felicidad se construye por medio
de emociones pasajeras positivas, de momentos fugaces de alegría que van
sedimentando en nuestra mente un estado de satisfacción. La angustia, la
ansiedad o el estrés lo volatilizan, mientras que la serenidad y la paz
interior ayudan a fortalecerlo (como sostenían los epicúreos, estoicos y
escépticos con el concepto clave de la ataraxia). En nuestro modelo actual de sociedad los momentos de alegría suelen ir
de la mano de la consecución de triunfos, siempre medidos por comparación con
los otros; la ausencia de éxito, que es entendida como fracaso, nos genera una
angustia que aliviamos consumiendo aún más de lo que, ya de por sí, nos vemos
obligados a consumir por la presión mediática, que es mucho más de lo que
realmente necesitamos. La enorme ansiedad que provoca no colmar las
expectativas generadas por la sociedad es tan grande que en ocasiones conduce a
la desesperación, y de ahí, a la depresión e incluso al suicidio. El incremento
de personas con problemas de salud mental junto a la
elevadísima tasa de suicidios, transversal a todas las clases sociales,
evidencia que nuestra “próspera sociedad” no parece ser muy feliz. Pero esto es
algo que, si lo analizamos con detenimiento, tal vez no debería extrañarnos. El
crecimiento del PIB genera altas expectativas a la par que impone severas
obligaciones, alimenta la competitividad y el egoísmo a la par que incrementa
las dificultades de los más vulnerables. No puede así ser garante de felicidad
alguna, por más que la innovación tecnológica haya contribuido a mejorar la
calidad de vida. Lo único que crece en paralelo al PIB es el ego, que se eleva
sobre un enorme vacío existencial. El cambio a un modelo decrecentista
supondría voltear de arriba abajo esta situación, como quien da la vuelta a una
tortilla, con la salvedad de que la innovación tecnológica no tendría por qué
verse frenada. La idea de que la ciencia y la innovación tecnológica sólo
avanzan cuando persiguen una zanahoria a la que morder es una de esas
múltiples paradojas antrópicas que nos definen:
se deposita la confianza en el talento humano a la par que se equipara nuestro
comportamiento con el de un burro.
El anterior monarca de Bután, el minúsculo y poco conocido país del
Himalaya situado entre la India y el Tibet, tuvo la feliz idea de crear un
“índice de felicidad nacional bruta” con el argumento de que el PIB es un
índice reduccionista que no avala el verdadero bienestar de los ciudadanos.
Según su ex-ministro de educación, Thakur S. Powdyel, un país puede tener un PIB muy
elevado y sus habitantes llevar una vida tortuosa o, por el contrario, tener un
PIB más moderado y la población vivir en mayor armonía. Los butaneses buscan la
fórmula de instrumentalizar de manera útil algo que, en el fondo, todos sabemos
sobradamente: que la riqueza material ayuda a conseguir cierto bienestar, pero
en modo alguno garantiza la felicidad.
Si Esopo viviese en estos tiempos tal vez escribiría una fábula sobre el
crecimiento y la felicidad, cuya moraleja nos enseñaría que la ambición
material no sólo no nos hace más felices, sino que, de no ser frenada a tiempo,
puede terminar por romper el saco.
Ana Campos Equipo Ciencia Critica
elDiario.es
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